Torturas.

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Martirio de Santa Apolonia.

«La sala en la que se llevaban a cabo los interrogatorios ofrecía el mismo aspecto deprimente que otras tantas que Rodrigo había tenido ocasión de ver en las campañas en las que había participado, y estaba inundada por el mismo olor agrio a sudor. Los tres esclavos se hallaban ya en cueros.

Tanto el cuerpo de Dion como el de Alexandra eran poco más que un par de sacos de huesos recubiertos por un pellejo viejo y arrugado. Dion se hallaba atado de pies y manos a un potro y de su rostro desfigurado chorreaba una mezcla de babas y mocos. Rodrigo constató que el hombre tenía las articulaciones dislocadas y los huesos de las extremidades descoyuntados. Cierto que seguía conservando la vida, pero el daño principal ya estaba hecho: aquel pobre desgraciado no sería capaz de volver a andar ni de trabajar con normalidad el resto de su vida.

Su mujer, Alexandra, estaba sentada y atada a un banco de madera, temblando compulsivamente; debajo del banco se veía un gigantesco falo de madera que se podía ir subiendo con ayuda de una manivela. La hija de Dion, Andrómeda, se encontraba sentada en el suelo del centro de la sala, rodeándose las rodillas con los brazos y mirando alrededor con unos ojos grandes y asustados.

Era una doncella menuda y regordeta, pero con el cuerpo bien proporcionado y un rostro puro e inocente; su desnudez brillaba con luz propia en la lúgubre y asfixiante penumbra del lugar. Sin duda, el prefecto se estaba guardando el plato más exquisito para el final.»

Joel Santamaría. Nocturnalia.

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