
«La entrada al templo de Saturno era inaccesible desde la calle, pues la que había existido en la cerca estaba tapiada. Dieron la vuelta a la manzana y entraron a golpe de hacha en la mansión del hechicero. Recorrieron sus lujosas estancias encontrándolas vacías. Tal y como habían previsto, una puerta situada en la parte posterior comunicaba directamente con el patio del templo; desde allí descendieron a un hipogeo subterráneo en el que se rendía culto a la tríada infernal.
Hécate, Plutón y Proserpina constituían el reflejo inverso de la triada celestial compuesta por Juno, Júpiter y Minerva. Las estatuas que los representaban eran perfectamente reconocibles por sus atributos: Hécate mostraba su triple rostro, Plutón, sentado en el centro, llevaba una poblada barba y empuñaba las llaves del Hades en su diestra, Proserpina sostenía un sistro. A la expresión sombría de sus rostros, habría que añadir la turbadora pintura negra con que la que habían recubierto sus ojos. (…)
Desde la parte trasera del triple altar partía una escalera descendente, tan empinada y profunda que parecía no tener fondo. El propio gobernador vaciló durante unos instantes antes de ordenarles a todos que descendieran por ella. A causa de lo abruptos que eran los peldaños, no les quedó otro remedio que ponerse de espaldas y apoyarse en las manos para no resbalar. Así, bajando a gatas, consiguieron alcanzar el final de la escalera al cabo de un tiempo que se les hizo interminable. Debían de hallarse a más de un estadio de distancia de la superficie; al pie de las escaleras se abría una especie de galería con los muros y la bóveda compuestos por puntiagudas rocas. Los legionarios se detuvieron y a la luz de las antorchas se miraron unos a otros con perplejidad, hasta que el gobernador dio por señas la orden de seguir avanzando. A juzgar por la brusquedad de sus ademanes, Emiliano no las parecía tener todas consigo: la nigromancia debía de espantarle tanto como al resto de los presentes, con la excepción de Craso, que daba la impresión de estar tranquilo, como si la cosa no fuera con él.
A partir de entonces, avanzaron en silencio por la galería, pisando con cuidado el suelo rocoso e intentando contener la respiración para hacer el menor ruido posible, cosa especialmente difícil por lo enrarecido que estaba el aire ahí abajo. Mientras caminaban, Rodrigo no podía dejar de oír el palpitar frenético de su propio corazón, retumbándole en las sienes. Se encontraron de pronto en las orillas de un lago subterráneo, con brillantes ondas azuladas cuyo resplandor reverberaba entre las puntiagudas bóvedas de aristas. Otro altar se alzaba al lado del agua; sin embargo, encima del podio no se veía estatua alguna, sino tan solo una amorfa piedra rojiza.
Había un hombre orando en silencio delante de ella, alguien de robustas espaldas cubiertas por un manto negro a quien Rodrigo reconoció enseguida. Tres galgos negros yacían a los pies del altar, abiertos en canal y destripados, ofrecidos probablemente en sacrificio a la triada infernal.»
Nocturnalia. Joel Santamaría.
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