
«El mausoleo de los Natal consistía en un templete rectangular con un par de columnas a la entrada. Se encontraba en pleno centro de la necrópolis, en las proximidades del río Tulcis y a la vera de la Vía del Norte, que llevaba hacia Caesaraugusta y finalizaba en el campamento permanente de la Legión Séptima. Soplaba una suave brisa que acariciaba los cercanos cañaverales y los campos yermos y polvorientos de cereales, recién segados. Alternando con ellos se divisaban por aquí y por allá otros mausoleos de piedra, túmulos recubiertos de hierba reseca y columbarios con el techo derruido. En determinados rincones, se acumulaban y apiñaban miríadas de humildes tumbas: las había hechas de tejas, otras eran simples sarcófagos rectangulares de piedra sin labrar. Y por encima de todas ellas, cerrando el horizonte, resplandecía la línea azul del mar.
No hizo falta que Heliodoro abriera con su llave la puerta del mausoleo, pues la encontraron con las planchas de bronce abolladas y el cerrojo roto y abierto desde dentro. El asfixiante interior hedía a muerto. No tardaron en descubrir el motivo, que ya habían adivinado de antemano; de las dos fosas familiares que había excavadas en el suelo, y que deberían estar recubiertas por lápidas de mármol, una de ellas —la de la derecha—, estaba abierta. Era la misma en la que habían enterrado a Valentina la semana anterior. La lápida había sido quebrada y los fragmentos se habían hundido sobre la tapa despedazada del féretro vacío. Una oleada de vértigo asaltó a Rodrigo al asomarse a la fosa abierta.»
Nocturnalia. Joel Santamaría.
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