
«Abandonaron la parte alta y, tras recorrer un par de calles, dieron con una mansión igual de destartalada que la de Julio. Otros dos lictores fuertemente armados montaban guardia en el vestíbulo. Pasaron al atrio. Era una estancia vacía, sin altar familiar ni estatuas ni retratos de ningún tipo.
La única sala arreglada de la casa era una capillita de reciente factura, contigua al comedor. Sobre un altar se levantaba una escultura de mármol muy bien labrada, que representaba a un joven pastor llevando un cordero sobre los hombros, escultura que delataba la confesión cristiana de la familia.
Era en esa misma capilla, a los pies del altar, donde se encontraban los restos. Todos ellos tenían la boca y los ojos abiertos de par en par y estaban amontonados unos encima de otros en posturas antinaturales: un bebé y un niño de corta edad con los cráneos aplastados contra el muro; Augustino, el pater familias, con el gaznate arrancado de un mordisco y tapándose el boquete con ambas manos; Cecilia, su mujer, con la cabeza vuelta del revés; otra mujer de mayor edad, presumiblemente la abuela, con su lengua violácea asomándole por la boca, señal inequívoca de que había fallecido por estrangulamiento.
Pero quizás el cuerpo más peculiar de todos era el que estaba espatarrado de brazos y piernas sobre el altar, desnudo y flaco como una momia. En vida debió de haber sido una doncella adorable: así lo mostraban su densa cabellera rubia, las armoniosas formas de su cuerpo y la sonrisa vertical que se le abría entre los muslos, de labios resecos y apergaminados.
Lo más chocante de este último cuerpo era no obstante su piel, tan fina y transparente que por debajo de ella se podía distinguir con claridad la maraña de venas negruzcas que la surcaban, sobre un fondo de carne amoratada y vísceras grisáceas. En su rostro de delicados rasgos llamaban también la atención los ojos, sin rastro de iris ni de pupilas, tan blancos que parecía como si se los hubiesen hervido. El fragmento de tráquea que le faltaba a Augustino era perfectamente reconocible en el colgajo que pendía de sus brillantes dientes.
Al lado de los cadáveres se encontraban tres personas de pie, hablando entre sí: eran Emilio Heliodoro, escriba oficial y secretario particular de Julio, y los dos duunviros, Flavio Craso y Ovidio Vital. Julio hizo las presentaciones y Constante y su criado les saludaron con un apretón de manos.»
Nocturnalia. Joel Santamaría.
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