
«La noche que el upir irrumpió en la aldea ya hacía semanas que sus habitantes pasaban hambre. La carne en salazón que con tanto cuidado guardaban en las despensas estaba a punto de terminarse y las reservas de cereales que custodiaban en los graneros, agotadas. Algunos incautos se habían aventurado hasta las profundidades del bosque para cazar, adentrándose en el territorio de Svartemunths. Jamás regresaron.
La gente del pueblo había empezado a desesperarse.
Esa noche, el viento amainó y un frío espantoso se posó sobre la aldea. El aire se volvió tan gélido que raspaba como el filo de un cuchillo cualquier parte del cuerpo que se quedara a la intemperie y que parecía clavarse en la garganta cada vez que Roterik lo aspiraba. Aun así, Wilfred el sacerdote decidió celebrar a instancias del Consejo una desesperada ceremonia de súplica a los dioses. Era su último recurso antes de que los habitantes de la aldea tuvieran que abandonarla y emigrar hacia el sur, convertidos en mendigos sin hogar.
Las ramas del Hailigesbagm habían quedado revestidas de escarcha, rígidas y blancas como el cristal. Las doncellas y los niños del lugar las engalanaron colgando en ellas carísimas cintas de seda y todas las ajorcas, collares y brazaletes que se guardaban en sus hogares; a estos adornos añadieron un buen número de fanales. Con todas las luces encendidas, el abeto resplandecía como si fuese una aparición sobrenatural. Roterik recordaba haber admirado el brillo evanescente de las llamas, el fulgor rojizo del oro y los vivos colores de las sedas recortándose contra la negrura del cielo. Los habitantes de la aldea empezaron a beber el hidromiel caliente con hierbas que les fue sirviendo Wilfred desde su caldero sagrado y muy pronto se pusieron a bailar en círculo alrededor del árbol santo, ebrios de felicidad y olvidando todas sus penas y preocupaciones. El alegre son de la gaita y el estridente redoble de los tambores silenciaban los sacrificios que el sacerdote fue ofreciendo a continuación con el fin de aplacar el enfado de Sunne, la diosa del sol, cuyo carro hacía ya tantas semanas que no habían visto brillar en el firmamento. Y entre esos sacrificios no solo se contaban las pocas cabras y vacas que quedaban en el poblado, había además la esclava Gothilde, que aún seguía siendo doncella. A todos ellos el sacerdote los abrió en canal, y nadie pudo oír sus balidos, sus mugidos ni sus gritos de dolor.
Terminado el sacrificio, niños y ancianos, hombres y mujeres, seguían danzando en círculos concéntricos alrededor del Hailigesbagm, cogidos de la mano, unidos. Y cada vez que daban una vuelta al abeto y pasaban por delante del umbral del santuario, Wilfred les rociaba con su hisopo la sangre de las víctimas para otorgarles la protección de los dioses. Y todos ellos sentían que aquella calidez que irradiaba del árbol y de la sangre recién salpicada llegaba hasta sus entrañas, inundándolos de felicidad e iluminando sus rostros sonrojados.
Hacia la medianoche, las luces que ardían en las ramas se fueron apagando. La fiesta perdió fuerza y en último término se dio por finalizada. Los aldeanos fueron regresando a sus casas, satisfechos y convencidos de que los dioses les habrían escuchado, de que su pueblo tendría una oportunidad de seguir subsistiendo.
Ignoraban que en esa ocasión no eran los dioses quienes habían oído el estruendo de la ceremonia ni olido el aroma dulzón y caliente de la sangre derramada, sino otra criatura inmortal.»
Nocturnalia. Joel Santamaría.
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